• Aventuras de Telémaco seguidas de las de Aristonoo
En 6 de Agosto de 1651 nació Francisco Salignac de la Mothe Fénelon en el antiguo castillo de este nombre, y a no haber existido Bossuet, hubiera sido el mayor escritor y literato del siglo XVII. Descendiente de valerosos capitanes que se habían dado a conocer por su ardimiento y lealtad en los infaustos reinados de los dos Carlos VI y VII, llegaron a ser adictos de corazón a sus sucesores a fuerza de pelear con los ingleses. Mas afortunadamente era feliz y gozaba de paz la monarquía francesa en la época del nacimiento del que debía ser llamado por excelencia arzobispo de Cambray; época precursora de la profunda ilustración del genio francés y del renacimiento de la bella poesía, del teatro, de la elocuencia, del púlpito y de la historia cultivados con celo, perseverancia y convicción. No era ya objeto único de los franceses pelear contra la Inglaterra, sino suavizar la lengua por tanto tiempo rebelde, y mejorada con inteligencia y estudio; obra inmensa acabada por Corneille, Pascal, Moliere, Bossuet, Lafontaine y madama de Sevigné, y por los grandes maestros de la antigüedad Homero y Virgilio, Platón y Cicerón, cuya poderosa influencia no era posible dejase de obrar aun después de la época remota en que existieron.
A la corta edad de diez años ya escuchaba conmovido el tierno Fénelon los armoniosos y poéticos períodos del bello lenguaje de los escritores griegos y romanos, y con paso firme y seguro llegó a penetrar las bellezas de la Odisea y de la Iliada, pudiendo adivinarse desde entonces llegaría a ser el continuador de Homero; pues conoció el poder de la antigüedad clásica y pasó laboriosamente por todas las pruebas de la retórica, de la filosofía y de la teología; porque en aquel siglo nada se confiaba al acaso en la instrucción de la juventud.
Quince años contaba cuando fue llevado a París por su tío el teniente general marqués de Fénelon, uno de aquellos nobles elegantes del reinado de Luis XIV, cuya vida se empleaba en estudios serios, conversaciones festivas y tolerancia religiosa, cosas desvanecidas hoy, ya por no existir aquella clase de nobles, ya porque la rápida carrera de la vida trascurre entre los diarios debates que ocasiona la desaparición de unos en la escena del mundo, y la presencia de otros en ella.
Fácil es persuadir que cuando el joven Fénelon, hermoso como un ángel, inspirado como un poeta, se vio trasportado desde su provincia al salón de su anciano tío, debió producir un entusiasmo general. Llegó, pues, a París poseído de aquel ardor que produce tan corta edad, animado de la más activa emulación por los modelos griegos y latinos que sabía de memoria, y preocupado de cuanto iba a ver y observar en un mundo nuevo para él; si bien es cierto que contra lo que ordinariamente acontece, no alucinó al joven la casa del tío, y sí deslumbró a este el genio del sobrino. Grande emulación produjo: disputábanse todos el gusto de verle, observar de cerca el fuego de sus miradas, y dar ocasión a las salidas de su precoz elocuencia; y no habrían sido tan generales la admiración y sorpresa, si de repente hubiese aparecido en París algún joven alumno del pórtico o de la academia, o algún discípulo de Platón en la más hermosa época de su esplendor literario. Así fue, que ocurrió a Fénelon entre los amigos de su tío, lo mismo que a Bossuet en el palacio de Rambouillet; porque el talento de ambos fue conocido por unos y otros. Guardaban silencio al escucharles y aplaudían los primeros esfuerzos de su entendimiento, tratándoles como hombres formales, en aquel siglo en que tan difícil era aún a los literatos ser considerados así. Pero ni en Rambouillet, ni en los salones de Fénelon, ni en las reuniones no menos animadas que elocuentes de la señorita Lenclós, ni en los convites del anciano Scarron presididos por madama Maintenon en persona, ni en París ni en Versalles hubiera nadie consentido fuesen marchitados en la flor de su edad aquellos dos grandes talentos Bossuet y Fénelon. Hoy por el contrario hubiera sido tratada su adolescencia sin piedad ni respeto, corrompiendo su corazón o abusando de sus nobles inclinaciones; y una vez debilitado por las caricias y por la lisonja, ¡quién sabe lo que hubieran llegado a ser! Mas el siglo de Luis XIV consideraba a la juventud de otra manera que nosotros lo hacemos, respetando aquel verso del poeta satírico que recomienda la veneración debida a la infancia.
Apenas hubo pronunciado Bossuet su primer sermón en el palacio de Rambouillet, se le dedicó sin dilación a los estudios que debían hacer de él más adelante un padre de la Iglesia; y apenas también el joven Fénelon hubo dado a conocer en los salones de París su hermosa fisonomía, su elocuencia y su saber precoz, fue encerrado por su familia en las estrechas paredes de San Sulpicio, en cuyo venerable recinto debían desaparecer los elogios mundanos; y desde entonces acabaron para aquel joven los primeros encantos de la vida, y hubo de abandonar a Platón y a Sócrates por el Evangelio. Reemplazó el antiguo Testamento a los Idilios de Teócrito y a las Églogas de Virgilio; San Juan Crisóstomo a Demóstenes, San Basilio a Cicerón, y las lamentaciones de Jeremías a Tibulo y a Horacio; y ya no más poesías profanas epopeyas, fábulas, Sófocles, Eurípides, Teofrasto, y aquella encantadora melodía de las dos costas del mar Jonio. Alzose la austera Jerusalén sobre las ruinas de Troya, y en vano el joven Fénelon escuchaba: no oía ya a la esposa de Héctor llorando sobre el cadáver de su esposo, sino al profeta lamentándose sobre las ruinas de las ciudades castigadas por la cólera de Dios.
Demasiado duro era este tránsito para aquel joven que entraba en el seminario entusiasmado de la poesía profana; mucho más por ser entonces un establecimiento en que se practicaba toda especie de mortificaciones. Era silencioso el estudio, y comprendía a la vez todas las partes de la Religión. Fácil es conocer los efectos de tal cambio en aquel joven amable, y cuán amarga debió parecer a sus labios que aún paladeaban la deliciosa miel del monte Himeto, aquella copa de mortificación evangélica. Por fortuna supo sostenerse en tal prueba, ya por convencimiento, ya por su natural inclinación a todo lo bueno, y con la maravillosa condescendencia y conformidad que nunca le abandonó, descubrió muy en breve la poesía del antiguo y del nuevo Testamento, y hubiera arreglado una Epopeya Homérica con la divina historia de los patriarcas, y hallado en los padres de la iglesia griega y latina aquella misma inspiración que tantas veces le había encantado al pie de las dos tribunas de Atenas y de Roma. Así, pues, no debe causar tanta compasión en su retiro de San Sulpicio; antes bien entregado a sí mismo hubiera llegado a ser un gran poeta; al paso que dedicado a tales estudios lo fue en efecto al principio, y después preceptor de reyes, el mayor prelado de la Iglesia, el salvador de su diócesis, y para siempre un bienaventurado.
Salió de San Sulpicio poseído de celo, caridad y elocuencia, y en su primer ardor habría deseado apoderarse del mundo para convertirle a la fe. Deseaba partir a América y hacer por sus dilatados desiertos mucho antes que Chateaubriand, el mismo viaje que debía ejecutar éste algún día como cristiano y como poeta; mas opúsose a ello su familia al verle débil y enfermo por consecuencia de las mortificaciones que había sufrido; y entonces solicitó pasar a Grecia, su verdadera patria. Parecíale ver ya a Atenas y el Pyreo, Delfos y el Parnaso, ilustre de las musas: creíase compañero de Praxíteles y de Fidias; y al mismo tiempo encontraba a San Pablo en Atenas y a San Juan en una de las islas del Archipiélago; porque en su bella imaginación reinaba siempre una confusión ingeniosa que admiraba apasionadamente La Iliada y La Biblia, no pudiendo separar jamás los grandes talentos que brillaron bajo el sol ateniense.
Poco duradera fue esta lucha; porque el señor Harlay, arzobispo a la sazón de París, mandó al poeta, cediese al misionero, y fue nombrado Fénelon director de los nuevos convertidos cuando Luis XIV acababa de dar el último golpe al edicto de Nantes. Aquel rey que creía alcanzarlo todo de su poder aspiraba a destruir las creencias, después de haber arrasado las murallas de la ciudad, considerando lícitos todos los medios para convertir a los vasallos rebeldes, y empleando a la vez los misioneros y los dragones, a Lamoignon y a Turena. Mas cuando aquel apóstol inspirado le advirtió que por la gracia y por la convicción de su palabra podía traer de nuevo al redil las ovejas extraviadas, se ciñó a emplear un evangelista en tan útil servicio, conducido por su justicia y bondad natural; pues en medio de un despotismo sin ejemplo, llamó aquel monarca en su auxilio a los magistrados más severos, a los guerreros más sanguinarios y a los mayores talentos de la iglesia de Francia, los corazones más humanos, los hombres más modestos, los oradores más elocuentes. En este nuevo apostolado desplegó Fénelon todas las dotes de su elocuencia. Hablaba de tal manera de Dios y de sus terribles misterios, que afianzaba la fe en las conciencias cuya conversión reciente se hallaba poseída de temores; porque era tanta su unción como Bossuet impetuoso y terrible. Fogoso este cual un torrente, quebrantaba los obstáculos y también a las veces las almas; al paso que regular aquel en su curso, introducía en todas y hasta en las más rebeldes, cierta calma y convicción íntima que producía los más felices resultados; y al oírle hablar a los jóvenes luteranos cuyos padres se veían proscriptos, con la más ingeniosa y solícita caridad, pudo presentirse escribiría veinte años después su Tratado de la educación de las jóvenes.


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Aventuras de Telémaco seguidas de las de Aristonoo

  • Autor:
    François de Salignac de la Mothe Fénelon

  • Código del producto: 580
  • Colección: Clásicos de la literatura
  • Categoría: Calificadores de LENGUA, Ficción y temas afines, Lenguas indoeuropeas, Ficción de aventuras/acción
  • Temática: Aventura histórica, Francés
  • ISBN:
  • Idioma: Español / Castellano